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sábado, 9 de mayo de 2009

A PROPÓSITO DE FERNANDO LUGO

Rafael Sánchez Zanella

Fuera del Clóset: a propósito de Fernando Lugo

Homosexualidad y pederastia: el doble rostro de la Iglesia
Lo que más corroe la autoridad eclesiástica es su postura contra la sexualidad. El aborto y las uniones gays han sido atacadas por los jerarcas católicos, pero éstos incurren en prácticas que van en contra de sus principios: pederastia y homosexualidad.


Nunca antes la autoridad de la jerarquía católica se había visto tan mermada. Después del debate para la despenalización del aborto parte de la sociedad mexicana ha hecho mofa a través de los medios de los otrora personajes intocables. Basta con ver los cartones políticos y las editoriales de la prensa para ver a qué se han reducido Norberto Rivera Carrera, sus obispos, sus curas y el mismo Papa: sacros bufones de una hipotética Fuenteovejuna muy a la mexicana. México es un pueblo que cada vez se sacude más la manipulación que desde el siglo XVI lo mantiene sojuzgado con una malentendida fe.

Bien hace Norberto con quedarse callado a voluntad, así se ve más bonito y sobre todo evita ser cuestionado por los mexicanos pensantes, porque a cada protesta que hizo por lo que llamaba atentado a la vida, recibía como dados cargados de reproches por la impunidad en la que mantiene los casos más recientes de pederastia sacerdotal y por su entuerto legal que enfrenta en una Corte de Estados Unidos por proteger a esos curas violadores de inocencias.

En vez de dar respuestas certeras se va entre las ramas al mimetizar la inmoralidad de la jerarquía católica con un complot mediático que –según él– intenta perseguir y crucificar a la Iglesia como en los años 20 del siglo pasado, porque "son los signos de los tiempos, los hijos se van contra su madre".

Más que discursos sentimentaloides e interpretaciones torcidas de la Biblia, lo que se necesita en esta coyuntura social –para evitar una peligrosa polarización que podría devenir en violencia– es la certeza de que el dogma católico mantiene aún –o podría rescatar– las verdades auténticas de Jesucristo, que tras más de 2 mil años se ha tergiversado por completo al grado de que cualquier religión es objeto de incredulidad y desconfianza y sus ministros ya son como profetas que divagan en el desierto de la indiferencia social o –peor para ellos– sujetos de sospechosismos de toda clase, desde desviaciones sexuales hasta prácticas deshonestas de lucro y medro usando la fe.

Lo que más corroe la autoridad eclesiástica es su postura contra la sexualidad humana. Su sexofobia es su pecado y su penitencia, es su avatar que arrastra desde siglos atrás como si las pulsiones sexuales se pudieran desaparecer por decreto, como si los hombres y mujeres que conforman la burocracia eclesial hubieran nacido sin genitales y sin hormonas, como si la capacidad de enamorarse no les fuera inmanente en cuanto humanos, pues hasta sus santos y santas tan virginales amaron; baste leer la historia de San Agustín o de San Pablo, quien alguna vez dijo que más valía casarse que asarse en el fuego de la pasión ( "...si no tienen don de continencia, cásense, pues mejor es casarse que estarse quemando... (1Co 7:9), argumento que se utiliza para darle al celibato el pretendido origen divino al ser considerado un carisma y no es así, fue una imposición de carácter económico y sobre todo de control y dominio que hizo por decreto Inocencio II en 1139, fue un invento resultado de caprichos pues.

La injusta ley canónica que impide a los sacerdotes ejercer su sexualidad y poder casarse, el celibato obligatorio, es uno de los más dolorosos cilicios que tienen los hombres que, con vocación o no para el servicio religioso, evita que éstos cumplan sus obligaciones para las que fueron consagrados. Por eso ocultos en sombras hacen y deshacen con su sexo convertido en perversión afectando vidas ajenas. En vez de ser agentes de Dios se convierten en verdaderos demonios que a diestra y siniestra derraman sus pecados que, curiosamente, sí atentan contra la familia y la vida.

No es el uso de condones ni de píldoras contra la concepción, ni siquiera el aborto legal tan dañinos como lo es la pederastia o los abusos contra mujeres y varones que perpetran esos hombres que bajo la sotana, esconden sus verdaderos despropósitos y nefastas intenciones.

Quienes condenan a los "pecadores" laicos por ejercer una sexualidad fuera de los "cánones" de la Iglesia son los mismos que no cumplen con lo que profesan en su doctrina de pureza y castidad. Así, un cura que guarda como secreto su gusto por violar infantes, que tiene amante hombre o mujer o que simplemente se va "de putas" de vez en cuando, es el mismo que le dice en el confesionario a un gay que su comportamiento es inmoral y lo mortifica con ofensas y visiones infernales, y en el colmo de la hipocresía le niega la absolución por sus "pecados".

Es injusto generalizar, pero el comportamiento ya no tan secreto de ministros de toda ralea es la causa de que todo lo que huela y vea a cura sea sospechoso e indigno de confianza. Es bien lógico que un feligrés pensante que sabe que el sacerdote de su parroquia no cumple las normas que lo rigen (el celibato por ejemplo) pues deje de creer en su autoridad y va más allá, tacha de hipócrita a toda la institución eclesial. Ya no sorprende el gran número de gays y lesbianas católicos (y sólo por tomar este sector de la población) que no siguen los preceptos de la fe y dicen no confesarse porque el cura pudiera resultar "más pecador" que ellos, y todos sin distinción ya no consideran a la homosexualidad como pecado.

Sacerdotes que violan la santidad familiar

Ya no es secreto por más que Benedicto XVI y Norberto se hagan majes. Los curas católicos tienen sexo y el celibato es una norma incómoda fácil de romper, basta con que el infractor se confiese con un superior para que éste le diga "ve con Dios y en paz y no lo vuelvas a hacer", pero igual que hicimos todos aquellos que alguna vez fuimos católicos practicantes, muy dentro en nuestro fuero interno pensábamos "ajá" y a darle otra vez; el acto de contrición para un cura le dura hasta que otra cosa se le pone dura.

¿Dónde está pues el compromiso divino que hizo el sacerdote con Dios cuando profesó? Si pueden "pecar" y arrepentirse después por un ratito y luego reincidir otra vez y continuar con el mismo ciclo una y otra vez, ¿es justo y moral cuestionar el comportamiento de los laicos a los que sojuzgan con condenas y amenazas de infierno sólo por tener una vida sexual fuera, insisto, de esos cánones que la sexofobia dogmática del Vaticano impuso a medio mundo desde tiempos inmemorables? Sobra decirlo, pero dichos cánones están tan equivocados y son tan falsos que los mismos obreros de Cristo no los siguen desde los tiempos más remotos del catolicismo.

Las aberrantes noticias de que hay curas que violan monjas y novicias o mujeres y varones enfermos de sus facultades mentales, que le meten mano a niños y niñas en la mismas oficinas parroquiales, que tienen amantes ya sean solteras, casadas o viudas y que les provocan el aborto si resultan embarazadas, o que tienen amantes hombres son tan bizarras y monstruosas porque parece más la ficha de un criminal común o delincuente corriente que el currículo de un sacerdote.

La raíz de este comportamiento enfermizo que raya en delitos punibles (para los laicos, no para el clero gracias al derecho canónico que se siente superior al civil) está en la ley del celibato que al negar la práctica de la sexualidad en los sacerdotes les provoca una represión que con el tiempo deriva en patologías mentales. Si a eso se agrega su soledad inmensa por no poder unirse con todas las de la ley a una compañera u compañero, podemos entender la locuaz conducta de varios sacerdotes.

Pocos, pero muy pocos sacerdotes pueden lograr sublimar su sexualidad para alcanzar ese estado de perfección espiritual de la que tanto hablan los papas, esa especie de ascetismo casi nirvana extático (que en algunas imágenes religiosas más bien parece orgasmo por cierto). Dentro del dogma católico se han alzado voces de sacerdotes que alegan que el celibato sea opcional y no obligatorio, asunto echado a tierra por Juan Pablo II y ahora también por Ratzinger y que Juan XXIII y Paulo VI pudieron haber remediado durante el Concilio Vaticano II, pero no se les dio la gana bien tozudos es sus caprichos de mantener un rebaño de curas obedientes por sus traumas.

Esas aberraciones sacerdotales ponen en entredicho a la jerarquía de la institución vaticana. “Por sus frutos los conoceréis”, dijo Mateo, quien refirió a Jesús cuando habló de los falsos profetas: "(…) que vienen a vosotros vestidos de ovejas, pero por dentro son lobos rapaces (... ) todo buen árbol da buenos frutos, pero el árbol malo da frutos malos".

¿Hasta cuándo Benedicto XVI va a decidir cortar de tajo a esos árboles malos? ¿O tal vez él mismo sea uno de esos árboles?

El tema, por desgracia, da para muchísimo más

¿Desde cuándo se puede decir que existe la ley del celibato? Fue el papa Inocencio II quien en el concilio II de Letrán (año 1139) declaró oficialmente que el matrimonio de los sacerdotes estaba no solamente prohibido, sino que además era inválido. A partir de entonces, los sacerdotes (en la Iglesia latina) quedaron incapacitados para contraer matrimonio. ¿Por qué se llegó a esta decisión? En el caso de los obispos fue decisivo el criterio económico: había el peligro de que un obispo casado dejara en herencia a sus hijos los bienes de la Iglesia. Pero el criterio determinante fue el principio de la "pureza ritual".

Esta manera de entender la sexualidad, como algo que impurifica, no resulta aceptable en la cultura actual. Por eso se suele echar mano de otros argumentos para justificar el mantenimiento de la ley del celibato. Argumentos que deben ser matizados. Porque si se dice que quien no se casa, por eso ama más a Dios, en realidad lo que se está diciendo es que Dios puede ser el celoso rival de un amor humano. Pero Dios no es (ni puede ser) así. Lo que Dios más quiere es que el amor entre los humanos sea lo más intenso y lo más auténtico posible. Otra razón, que se suele aducir, es que quien no se casa se puede dedicar más plenamente al apostolado. Lo cual es verdad en algunos casos.

Pero no es cierto que los sacerdotes le dediquen más tiempo y más ilusión a su tarea que el tiempo y la ilusión que ponen en su trabajo muchos profesionales, empresarios o artistas, por ejemplo. Entonces, ¿por qué se mantiene esta ley eclesiástica? La experiencia nos enseña, y los psicólogos lo avalan, que quien controla la vida afectiva y sexual de una persona, tiene asegurada la obediencia de esa persona. Probablemente esta razón, aunque muchos no se den cuenta de ello, es más fuerte de lo que imaginamos.

Por lo demás, yo no creo que, si la Iglesia permitiese el matrimonio de los curas, por eso iba a entrar más gente en los seminarios y noviciados. La crisis de vocaciones tiene raíces más profundas que no es éste el momento de explicar. No pocas iglesias protestantes tienen la misma crisis de pastores. Y sabemos que los pastores protestantes pueden casarse. Más bien, habría que recordar que el instinto sexual no tiene más que tres posibles salidas: o se realiza o se reprime o se sublima. Pero ocurre que la represión acarrea problemas muy serios a quien se ve forzado a vivir así. Y la sublimación por motivos religiosos es, por supuesto, un don admirable.

No resulta fácil de entender que una experiencia tan sublime pueda ser vivida por tantos cientos de miles de personas como en la Iglesia la tienen que vivir quienes desean dedicarse a un ministerio apostólico. De ahí las "dobles vidas", los escándalos… Por eso yo pienso que sería mejor suprimir una ley que cada día resulta más difícil mantener

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