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El narrador y poeta estadounidense William Faulkner escribió que lo que se considera ceguera del destino en realidad es miopía propia, y los mediocres discursos políticos del actual gobierno de Paraguay parecerían confirmarlo. Después de todo, como lo sentenció Thomas Hobbes, una democracia no es en realidad más que una aristocracia de oradores, interrumpida a veces por la monarquía temporal de un orador.
En un acto político de apoyo a su gobierno, que despertó fuertes críticas de la oposición por contar con el respaldo de la infraestructura estatal, el clérigo-presidente Fernando Lugo desafió a sus adversarios a que intenten desalojarlo del poder, espetándoles la frase “Paraguay no es Honduras”.
Una actitud parecida había tenido un par de décadas atrás el ministro del Interior del dictador Alfredo Stroessner, Sabino Montanaro, cuando aseguró en un mitín político de que el Paraguay no era “una republiqueta bananera del Caribe”. Poco después, su jefe fue derrocado en un cuartelazo tan característico de los países bananeros, y el ensoberbecido ministro acabó como exiliado político en Honduras, precisamente una de las republiquetas que había aludido de manera tan despectiva.
En la realidad, pocos países en la región tienen un temperamento tan centroamericano como Paraguay, cuya capital no sin tino fue calificada por la escritora argentina Stella Calloni como “la más centroamericana de Sudamérica”.
La jactancia de Lugo también recuerda la paradoja que nos señala precisamente un hondureño, Augusto Monterroso, cuando dice que “Hispanoamérica no ha inventado los dictadores; ni siquiera los pintorescos y mucho menos los sanguinarios”. Los dictadores son tan antiguos como la historia, pero nosotros, de pronto, asumimos alegremente esa responsabilidad y en Europa, “que con dificultades ha vivido sin uno desde que los romanos les dieron nombre”, hace algunos años comenzaron a pensar qué divertido, cómo Hispanoamérica puede dar estos tipos tan extraños, olvidando que ellos acababan de tener a Salazar, a Hitler y a Mussolini, y que todavía contaban con Francisco Franco.
En uno de sus ensayos Monterroso recuerda que en una oportunidad Mario Vargas Llosa le escribió una carta sugiriendo el proyecto de coordinar un libro de cuentos sobre dictadores hispanoamericanos. Integrarían el libro relatos de Alejo Carpentier (quien se encargaría del cubano Gerardo Machado), Carlos Fuentes (del mexicano Antonio López de Santa Anna), José Donoso (del boliviano Mariano Melgarejo), Julio Cortázar (del argentino Juan Domingo Perón), Carlos Martínez Moreno (del argentino Juan Manuel de Rosas), Augusto Roa Bastos (del paraguayo José Gaspar Rodríguez de Francia), Mario Vargas Llosa (del peruano Luis Miguel Sánchez Cerro), y, finalmente, el mismo Augusto Monterroso, del nicaragüense Anastasio Somoza padre, de quien dice el hondureño “lo mejor que le sucedió en la vida fue que el presidente de los Estados Unidos Franklin Delano Roosevelt lo honrara diciendo de él que era un hijo de puta, pero de cualquier manera suyo, de los norteamericanos”.
No existe la casualidad, y lo que se nos presenta como azar surge siempre de fuentes más profundas, atisbó Schiller.
Decir que Paraguay no es Honduras suena tan alejado de la realidad como pretender de que Stroessner nunca coincidió –en tiempo y métodos- con Duvalier o Somoza, y que la literatura latinoamericana es aburrida porque no tiene razones para ser tan homogénea.
O que a la caída del dictador correspondiente, jamás se pretendió implantar un duvalierismo sin Duvalier en Haití, un estronismo sin Stroessner en el Paraguay de fines de la guerra fría, o un coloradismo sin partido colorado en el actual “proceso de cambios”.
Dijo Voltaire que a lo que llamamos casualidad no es ni puede ser sino la causa ignorada de un efecto desconocido, a lo que Lamartine agregó que nos da casi siempre lo que nunca se nos hubiere ocurrido pedir.
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